Vivo en un barrio en la periferia de Madrid. Las calles son amplias, los edificios no son altos y cada uno ocupa una manzana, con sus zonas comunes y sus vallas que definen bien cada propiedad.
Desde hace unos días, todos los vecinos, de uno y de otro lado de la calle, tenemos una cita. A las 8 de la tarde, nuestra ventanas y balcones se abren, nuestras casas se abren para aplaudir juntos. No nos conocemos, pero nos unimos en un gesto común, y en un sentir común. Nuestros aplausos están cargados de gratitud a los que hoy saturan los ámbitos sanitarios de profesionalismo y de entrega, a los que atienden en sus farmacias miles de preguntas cargadas de inquietud y temor para dispensar serenidad y sentido común, a los servicios de alimentación y necesidades básicas, los transportistas, que reponen lo que se vacía cada jornada…
Aplausos a quienes no conocemos, quizás, en persona, pero que nos hacen vivir admiración y gratitud.
Somos sensibles a aquellas personas que muestran capacidades, valores, riquezas, gestos… que, en una u otra medida, hablan de nosotros. Esos desconocidos que arrancan mis aplausos han llegado, sin ellos saberlo, a “despertar” algo que hay en mí. Ellos son como un espejo que refleja la luz que hay en mí, y que no siempre acabo de ver.
A las 8 de la tarde tenemos una cita. Nos vemos de lejos, pero ya nos reconocemos un poco más. Nos deseamos buenas noches. Sin saber nuestros nombres, nos despedimos hasta mañana, en que, de nuevo, nuestros aplausos nos encontrarán en un gesto común de admiración y gratitud.
Os propongo algunas preguntas de reflexión:
- ¿Qué personas hoy despiertan mi admiración y mi gratitud? ¿Qué les veo vivir?
- ¿Hay en mi algo semejante, sea la que sea la intensidad con la que lo vivo?