¿Quien dijo que el otoño no le gustaba, que no quería el frío, ni las hojas caídas ni la nostalgia de los días de estío?
Tal vez yo misma…, siendo un árbol verde y frondoso, aferrándome al verano de mi vida sin querer soltarlo, por miedo a que llegara algo distinto.
Hoy ya no temo nada; hoy sé que algunas hojas han caído y otras muestran la belleza que sólo el tiempo es capaz de atesorar, impregnando el espacio de una luz vibrante y cálida.
Y aquí sigo siendo un árbol que crece cada día, formando junto a otros una hoguera de colores encendidos, capaces de prender una mirada.
Hoy comprendo aquel miedo a lo desconocido, a no saber quién era o hasta dónde llegaban mis raíces; a que un simple golpe de aire me dejara desprovista de todas mis hojas. O a sentirme sola en la vida.
Me olvidé de que el árbol que yo era ya estaba en la semilla.
De que la Vida, con toda su fuerza, me impulsaba a crecer, porque yo era parte de esa Vida.
De que a mi lado otros árboles crecían también, respirando el mismo aire, recibiendo el mismo sol… y que no solo danzaban al viento nuestras ramas, que también había un lugar más profundo donde nuestras raíces se tocaban formando una red de conexiones invisibles.
Un lugar donde existe la verdad de lo que somos, hecha de potencialidad pura; donde la semilla contiene al árbol, y el árbol es la semilla; donde todos podemos alcanzarnos, llamar y ser llamados a la vida.
Hoy mi mirada se queda encendida con los colores de ese otoño contemplado y guardados para siempre en mi retina.
Paloma Rojas
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